17 de julio de 2015

El legado de Shenay (Cap VI)






Capítulo VI
Cruce de religiones



          Nos apetecía ver el espectáculo nocturno de la danza del vientre, especialmente a Ángela, que estaba aprendiendo y quería ver a las bailarinas profesionales para fijarse en sus movimientos, si bien, he de reconocer que a mí me habría gustado más quedarme en el hotel.

          Una vez que ya habíamos cenado, nos fuimos al club más famoso de Estambul. El camarero nos preguntó la nacionalidad y al momento regresó con una banderita que puso encima de la mesa; la cosa se ponía de color guiri. Tomamos una copa y nos dispusimos a ver el espectáculo. Primero salieron tocando y bailando piezas del folklore de Turquía y luego, cuatro hombres ejecutaron una danza bastante sosa, seguramente porque no sabíamos el significado que podría tener eso de ir en fila los cuatro, de un lado a otro. El escenario era muy pequeño y se adelantaba hacia las mesas para crear más complicidad entre bailarines y clientes.
          —¡Sonrían, señores!
          Bueno, ya empezábamos con las fotos. Primero solos y después con los artistas que iban saliendo.
          Finalmente apareció la bailarina, que produjo sensación entre los que estábamos allí. No tenía la muchacha ni un pero. Estaba de muy buen ver y empezó el verdadero espectáculo que era ver su vientre moverse por libre, como si no perteneciera a su cuerpo. El tintineo de las monedas que llevaba prendidas en la tela sonaban, marcando al compás de la música sus provocadores movimientos.
          —¿Tú ya te sabes mover así? —le pregunté a sabiendas de que solo llevaba dos meses yendo a clase.
          —¡Por supuesto! Soy la suplente de esta niña. ¡Vete a hacer puñetas, Tomás!
          —Mujer, tampoco es para que te pongas así. A mí tu tripa me pone muchísimo más que la de esta bailarina —le susurré al oído.
          —¿Te puedes callar un poco? Estoy tratando de coger detalles.
          —Yo te puedo dar luego algunas lecciones extras…
          —¡CHISSSSSSSSSSSS! ―zanjó la conversación.
          La bailarina siguió su danza y de vez en cuando se acercaba a una mesa donde algún caballero le ponía billetes en el pecho o las caderas. De pronto vino hacia mí y me llevó al escenario. Ángela llevaba en su frente escrita la palabra “VENGANZA” y se dispuso a disfrutar viéndome hacer el ridículo más espantoso. Hubiera querido desaparecer bajo las tablas, pero lejos de eso la bailarina me agarró de una mano y, con mucho empeño, pretendía que mis caderas se movieran al ritmo de las suyas. Yo la seguí durante un tiempo que se me antojó eterno, sabiendo además que alguien estaba disfrutando haciéndome fotos, en aquel escenario de color rojo, tan rojo como mi cara, y que sería bien gordo el recochineo entre los amigos. ¡Tierra trágame! Por fin terminó la música y volví a la mesa donde Ángela se partía de risa.
          —Has estado genial. Con qué gracia te contoneas y qué callado te lo tenías ―era evidente que estaba gozando con mi humillación.
          —¿Sabes qué te digo? Que tú me has visto bailar a mí, pero yo todavía no te he visto hacerlo a ti, así que no te las des de experta, que tu marido te lleva la delantera.
          —Si tuviera aquí mi vestido y mis velos, ya sabrías lo que es bueno —me estaba desafiando.
          —¿Si te los compro bailarás para mí en la habitación del hotel? —pasé al ataque.
          —¡Claro! Y velo a velo conseguiré ponerte a cien… a doscientos… o a mil ―esto prometía.
          —¡Mañana mismo te los compro! —no podía desaprovechar esta oportunidad.
          El espectáculo siguió y finalmente pusieron música de los distintos países. Por eso nos habían colocado la banderita, para hacerse una idea de la procedencia de la gente, y claro, a nosotros nos tocó “Que viva España”, que más que cantarla la gritamos junto a los pasajeros del crucero que habíamos visto. El ridículo en grupo siempre es menos ridículo, o al menos así nos lo pareció.
          Lentamente volvimos hacia el hotel, rendidos por el día tan completo de visitas y de andar que habíamos llevado. Cuando vimos la cama ya no nos acordamos del baño de jabón ni de la sensualidad de la bailarina. Solo queríamos dormir.
          El muecín cantó al salir el sol y me desperté sin poder ya conciliar el sueño. No quería preocupar a Ángela, pero no me gustaba el cariz que estaba tomando el tema de la moneda. Una y otra vez repasé las cosas “raras” que nos habían pasado el día anterior, y para algunas preguntas no tenía respuesta. ¿Por qué al camarero de Pierre Loti le cambió la cara cuando vio el colgante? ¿Sería la misma persona que Ángela vio en Chora? Lo del hotel tampoco tenía mucha lógica: alguien pide una llave de una habitación que no es la suya y la recepcionista se la entrega. Tengo mis dudas de que esa persona, con la llave en su poder, no vuelva otra vez.
          Me dirigí a la caja fuerte que estaba en el armario para sacar algo de dinero, y cuál no sería mi sorpresa cuando la encontré abierta. No tenía puesta la combinación de números, por lo que no pudo cerrarse del todo. Inmediatamente bajé a quejarme, y todo lo que pude sacar del recepcionista que atendía en el mostrador fue, que era un hotel serio y que seguramente no la habríamos cerrado bien nosotros. Me enfadé y le eché en cara que sí, que era un hotel tan serio como para darle a otro la llave de mi habitación, asegurándome él entonces que no tenía por qué preocuparme; la combinación tarjeta-cerradura estaba cambiada desde la noche anterior, y la persona que equivocadamente se la llevó nunca podría abrirla. Eso me tranquilizó.
          Cuando subí, Ángela estaba ya despierta y preocupada al no verme; le conté lo sucedido y de pronto me miró como un niño pillado en falta. La noche antes había decidido guardar su reloj en la caja fuerte y la abrió, pero luego lo pensó mejor dejándolo fuera para ponérselo al día siguiente, aunque no se acordó de cerrarla. Respiré aliviado.
          Nos vestimos de forma cómoda, ya que el día de hoy también sería muy denso en visitas y en andar.
          —¿Dónde pusiste el colgante anoche? En la sala de fiestas no te lo vi —le pregunté.
          —¿El colgante? —dudó antes de responderme y a mí se me hizo un nudo en la garganta―. Lo llevé siempre conmigo, colgado de la cintura, con la moneda bien tapadita por mi tanga azul. Ya te dije que estaba bien guardado ¿Crees que alguien se hubiera atrevido a quitármelo?
          —No porque habría tenido que vérselas conmigo tanto si era turco, español o alemán —dije sacando el machito ibérico que llevo dentro―. Prefiero que lo lleves encima cuando no estemos en el hotel, pero de ahí a que te lo pongas en el tanga… Podrías llevar algo parecido a la bolsita que se ataba mi abuela en el sujetador con el dinero —me reía yo solo al imaginarla.
          —Tomás, estás como una cabra. Pues mira, hoy me lo voy a volver a poner, que me va pero que muy bien con lo que llevo. Anda, vamos a desayunar.
          Bajamos al restaurante y por eso de variar, comimos lo que comen generalmente los turcos a esas horas: queso salado, tomates, pepinos, aceitunas y huevos. No estuvo mal, pero le añadimos un café con leche para Ángela y un zumo para mí, por aquello de no perder nuestras costumbres.
          Planeamos qué podríamos hacer en nuestro tercer día en Estambul. Por fin nos pusimos de acuerdo y decidimos visitar por la mañana Sultanahmet y por la tarde los mercados del Gran Bazar y de las Especias.
          El tranvía venía tan lleno que tuvimos que dejarlo pasar y esperar al siguiente. Aun así entramos en volandas al vagón; apenas veíamos la pantalla donde salía el nombre de las estaciones que íbamos pasando: Findikli, Tophane, Karaköy… de nuevo el Puente Gálata…
          —Lleva cuidado Ángela, no te vaya a tocar alguien aprovechando la melé —le advertí preocupado, pero ella me dedicó una mirada que puso fin a la conversación.
          —Vale, vale… ¡Touché! —retiré lo dicho.
          Al llegar a la estación de Eminönü se bajó mucha gente y pudimos ir algo más desahogados, sintiéndome más tranquilo porque yo veía manos sueltas por todas partes. Seguimos por Sirkeci, Gülhane y por fin Sultanahmet.
       


           Cuando llegamos vimos enseguida los minaretes de Santa Sofía y de la Mezquita Azul, y nos dirigimos hacia allí acompañados por la gran masa de turistas que habían tenido la misma idea que nosotros; nos sentíamos privilegiados por estar en esta plaza tan cargada de historia. Las cafeterías tenían un magnífico ambiente y cantidad de limpiabotas esperaban a los clientes, sentados frente a su dorada herramienta de trabajo, donde se podían ver perfectamente alineados los cepillos y las cremas. Además, los vendedores ofrecían en pequeños puestos ambulantes su mercancía, a los turistas que por allí pasábamos. Este lugar es especialmente transitado por confluir aquí los visitantes de la Mezquita Azul, de Santa Sofía y del Palacio Topkapi.
          Estábamos en el sitio más turístico de Estambul y eso se notaba por el tráfico de gente que circulaba de un lado para otro. Tuvimos que planificarnos el tiempo, y muy a nuestro pesar dejamos para otro día el Palacio Topkapi, ya que nos aseguraron que necesitaríamos al menos cuatro horas para verlo, sin profundizar mucho en las salas.
          Fuimos primero a Santa Sofía que ya estaba abierta y, después de aguardar una cola no demasiado larga, pudimos entrar. Una cafetería junto a los enormes muros de estuco rojo servía el desayuno a un grupo de turistas. Cogimos un folleto para informarnos y nos pudimos enterar de que en principio fue una catedral ortodoxa, después cristiana, luego mezquita y por último museo. Reconozco que los folletos no son lo mío y que suelo pasar a ver directamente los lugares sin casi haberlos leído, pero bueno, algún defecto tenía que tener. Por otra parte, era una forma de enterarme de las cosas con poco esfuerzo porque ella, con toda seguridad, me las contaría.
          —¡Espérame, por favor! Quiero leerlo antes de entrar para entender algo de lo que estoy viendo.
          —Sí, pero no te entretengas mucho que no tenemos toda la mañana. Más que nada lo digo por ti, que llevas el horario de las visitas a rajatabla.
          Mientras ella leía, yo aprovechaba para hacer fotos y observar a la gente de todo tipo que había allí dentro. En un sitio así uno no espera encontrarse gatos. ¡Pues tres! Y los guardas los respetaban tanto como a los turistas, por no decir más; si yo me hubiese tendido allí a dormir, seguro que me habrían llamado la atención. Quiero reencarnarme en gato y dormir en sitios como este.



Vimos a unos turistas españoles acompañados por una guía y le preguntamos si podíamos escuchar las explicaciones que estaba dando, respondiéndonos que no había ningún problema dado que el grupo era pequeño, así que parte de la visita la hicimos con ellos y fue un acierto; nos enteramos de muchas cosas que por nuestra cuenta no habríamos sabido, como que el nombre de Santa Sofía no corresponde a la santa, sino que proviene del griego  Agia Sofya que quiere decir Sabiduría. Se llama realmente “Casa de la Sabiduría Divina”.
          —Están ustedes ante la primera iglesia de planta cuadrada, que sirvió de modelo para muchas otras construcciones tanto cristianas como otomanas. Durante más de mil años fue la catedral más grande del mundo y es el ejemplo más esplendoroso del arte bizantino. El emperador Justiniano quiso hacer un templo que ganara en belleza al de Salomón en Jerusalén —nos contaba―, y lo consiguió. Pueden admirar sus mosaicos hechos con cristales de colores sobre hojas de oro, representando escenas bíblicas. La riqueza de los materiales con la que fue construida saltaba a la vista, y la gran lámpara central, un enorme aro del que colgaban muchísimas bombillas, parecía cobijar en su círculo a los que nos sentíamos sumamente pequeños ante tanta grandeza.
          —Su construcción duró tan solo cinco años y en ella trabajaron más de cien mil obreros; fueron utilizados ciento ochenta quintales de oro, pórfido rojo y mármoles verdes, blancos y amarillos. Diversos incendios y terremotos la destruyeron varias veces, pero fue reconstruida.
          —¿Aquí son frecuentes los terremotos? —preguntó una señora.
          —Por desgracia, más frecuentes de lo que nos gustaría a los que habitamos la ciudad, pero sabemos que se pueden producir en cualquier momento y vivimos con esa espada de Damocles sobre nuestras cabezas —le respondió―. Incluso al riesgo se acostumbra uno. La cúpula mide cincuenta y cinco metros de altura y treinta y un metros de diámetro, siendo la cuarta iglesia en el mundo con un área cubierta más grande, después de San Pablo, San Pedro y el Duomo. En ella está representado el cielo —proseguía su explicación desgranando fechas y nombres de los arquitectos―. Pueden apreciar los cuarenta medios arcos de ladrillo que convergen en la clave cubiertos de mosaicos y, en la parte inferior, las cuarenta ventanas que le dan sensación de ligereza y luminosidad.
Fuimos recorriendo todo el templo, a la vez que nos hacíamos decenas de fotos en los lugares que más nos llamaban la atención: el nihab, el minbar, las columnas, el ábside…
          —Aquí se conservaban las reliquias más importantes de la cristiandad: un trozo de la cruz, el pozo de la samaritana, la losa que tapó el sepulcro de Cristo… Sin embargo, muchas de ellas fueron expoliadas tras el saqueo que sufrió el templo por parte de las cruzadas, en su paso hacia Jerusalén. Cuando los otomanos conquistaron la ciudad la convirtieron en mezquita, añadiéndole los símbolos musulmanes que pueden verse, como las letras árabes, los cuatro minaretes, el nihab y el minbar; taparon con yeso los mosaicos porque como ustedes saben, la religión islámica no permite representaciones humanas en sus templos.
          —¿Cuándo fue convertida en museo? —preguntó la misma señora de antes.
          —En 1935, gobernando ya Kemal Atatürk, la mezquita fue transformada en museo. Y ahora les voy a mostrar una columna con un agujero, que tiene una leyenda según la cual, si se mete el pulgar y se es capaz de girar toda la mano hasta el punto inicial, al tiempo que pedimos un deseo, este se cumplirá. Observarán que dentro se nota humedad —aún no había terminado de hablar, cuando salió de estampida hacia la columna casi la mitad del grupo a meter el dedo.
          Cuando la tuvimos delante, a punto estuve de pedir la vez. Ahora entendíamos las carreras de los otros. Al fin nos tocó el turno, cumplimos con el rito y metimos el pulgar en la columna, que efectivamente se notaba mojada por dentro. Ángela logró dar toda la vuelta a la mano, pero no me dijo qué deseo había pedido; en cambio, yo no fui capaz a pesar de intentarlo tres veces.
          —Espero que les haya gustado y estoy segura de que volverán a Estambul —le dimos las gracias y una propina por su amabilidad al permitirnos acompañarles, subiendo a renglón seguido a la planta superior por una especie de rampa, pero ya solos.
          Desde arriba aumentaba la belleza de este monumento. La perspectiva nos permitía admirar todo el conjunto, y filmamos para el recuerdo cada rincón de este lugar.
       

          —Tomás, asómate por esta ventana.
          —No llego a ver nada, está muy alta.
          —¡Mira! —me mostró la foto en la que se veían los minaretes y las cúpulas de la Mezquita Azul mezcladas con las de Santa Sofía, como si pertenecieran todas al mismo conjunto. La ventana era muy pequeña, pero al levantar la cámara por encima de su cabeza había conseguido una instantánea muy original.
       

       

           Salimos y le pedimos a un turista español que nos fotografiara delante de la fachada, tras lo cual volvimos otra vez a la plaza donde nos sentamos en un banco a descansar, y a disfrutar del privilegio de estar en medio de dos de los monumentos más impresionantes del mundo. Compramos unas almendras garrapiñadas a un vendedor muy mayor que las vendía, y matamos un poco el hambre que ya empezaba a mandar avisos a nuestro estómago.
          Cruzamos la plaza entrando por una de las cinco puertas al patio exterior de la Mezquita Azul; aquí vimos una fuente de abluciones octogonal, y como estaban orando, tuvimos que esperar a que terminaran para poder acceder al interior. Pasamos por la puerta de los turistas y allí mismo nos descalzamos, poniéndonos los calcetines para no pisar la alfombra directamente con los pies, guardando nuestros deportivos en una bolsa de plástico. Seguimos por el pasillo mientras Ángela se cubría la cabeza con el pañuelo, para pasar por fin al interior. A las mujeres que no iban vestidas de forma adecuada, se les proporcionaba un kit compuesto por una capa corta y una especie de pareo, todo de color azul.
          Por dentro era bellísima. Cubierta de veinte mil azulejos verdes y azules hechos a mano en Iznik, con más de cincuenta diseños de tulipanes; en el suelo una alfombra de cientos de metros cuadrados, que se renueva a trozos conforme se va estropeando, y que donan los fieles; también, al igual que vimos en Santa Sofía, había una gran lámpara central y otras de menor tamaño repartidas por todo el recinto. Una anécdota que nos contaron fue que las lámparas tienen en su interior huevos de avestruz para que no les salgan telarañas. Es la única que tiene seis minaretes en Estambul.
          —¿Te acuerdas Ángela lo que vimos en un documental sobre los tulipanes? Poca gente sabe que son originarios de Turquía, que fueron llevados a Europa provocando una curiosidad enorme por esta flor, y que llegaron a pagarse cantidades desorbitadas por algunas de ellas.
          —A mí me encantó la leyenda de que los turcos mandaron a Holanda un barco lleno de bulbos de tulipanes, y allí, pensando que eran cebollas se los comieron. Lo que les sobró lo plantaron para tener así alimento al año siguiente, y cuando brotaron, se dieron cuenta de que se habían comido los bulbos de unas flores preciosas.
           —Tenemos que ver todavía muchos azulejos de tulipanes en Estambul. ¿Te ha gustado esta mezquita? —Ángela no parecía muy entusiasmada.
          —Es fastuosa, pero me ha gustado más Santa Sofía. Además, no me agrada como huele —y es que tantos pies desnudos en la alfombra, irremediablemente dejaban su rastro.
       

           Yo quería ver la Basílica de la Cisterna que estaba muy cerca, en la calle Yerebatán, y nos fuimos hacia allí. Por fuera no parece que dentro pueda haber algo digno de ver, pero una vez que bajamos las escaleras empezamos a notar la humedad y vimos un bosque de columnas que sujetaban la bóveda de ladrillo, perfectamente alineadas sobre una lámina de agua, con una iluminación idónea para resaltar todo el conjunto. El goteo constante y los peces, que ajenos a la belleza del sitio donde estaban iban de un lado a otro, completaban el espectáculo que apresaba los sentidos de cualquiera que se detuviera en su contemplación. Al fondo, dos de las columnas se hallaban sobre sendas cabezas de medusas con diferentes versiones sobre la razón de su ubicación, pero parece que la más creíble es que al ser todo el material procedente de otros edificios y de lo que encontraron en el Bósforo, estas bases simplemente están ahí porque encajaban justo en ese sitio. La leyenda dice que se colocaron así para eliminar sus poderes maléficos, pero la realidad seguramente fue un aprovechamiento de materiales para tener una reserva de agua. Después de hacer unas cuantas fotos, salimos otra vez a la superficie.



            —Escucha, Tomás.
          —Son los muecines que llaman a la oración. Parece que se contesten. No cantan juntos, sino que esperan a que el otro acabe.
          —Pues estremece escucharlos. Es bonito, pero impresiona bastante.
          Por los altavoces de los minaretes de las mezquitas cercanas salían las voces que avisaban para la oración. Voces recias, potentes, que en árabe cantaban versículos del Corán. Curiosamente, a pesar de ser turcos rezan en árabe.
          —Creo que después de todo lo que hemos visto y andado esta mañana nos merecemos una buena comida, ¿no? —le propuse.
          —Por supuesto, y además me han recomendado un restaurante por esta calle que no está nada mal. El dueño creo que se llama Antonio.
          —Pero qué dices… ¡Antonio! ¿Es español?
          —No, es turco, pero van muchos españoles a comer allí y como tiene un nombre bastante impronunciable, le llaman Antonio. Además, habla algo nuestro idioma. ¿Vamos?
          —¡Vamos! Estoy muerto de calor y me apetece enormemente tomarme una cerveza. Espero que el sitio al que me llevas, esté a más de cien metros de la próxima mezquita porque se me hace la boca agua solo de pensarlo.
          Muy cerca de la cisterna se encontraba el restaurante en el que había algunas mesas ocupadas por españoles, que al llevar más días que nosotros pateando la ciudad, nos dieron algunos consejos y direcciones de sitios que, a su entender, no podíamos perdernos. Y nos hizo bastante gracia la familiaridad con que trataban a Antonio, que se esforzaba en estar en todas partes a la vez y en agradar.
          —¿Españoles también? —nos preguntó con la sonrisa de oreja a oreja.
          —Pues sí. Unos amigos nos han dicho que en su casa se come bien y que el ambiente es estupendo, así que aquí estamos con mucho apetito y sed para comprobarlo —le confirmó Ángela devolviéndole la sonrisa.
          Pedimos lo primero las EFES, que es la marca de cerveza de Turquía, y nos trajeron unas mezzes para acompañarlas. Luego encargamos un Testi Kebab que es un plato típico de Cappadocia, aunque lo hacen en muchos restaurantes de Estambul, cuya forma de servirlo es realmente espectacular.
          Nos supo a gloria el trago de cerveza porque estábamos sedientos y era lo que más nos apetecía en esos momentos. Una vez saciada la sed atacamos las mezzes, que esta vez consistían en queso de oveja con aceitunas, algo parecido a pisto y una cazuelita de gambas. De una mesa a otra se cruzaban las conversaciones respecto a la liga de fútbol, política, corazón, y por supuesto, comentarios sobre la ciudad de Estambul.
          Al terminar los entrantes llevaron a la mesa una bandeja, y sobre ella, un plato con ascuas en el que pusieron una vasija de barro totalmente cerrada, avivaron el fuego y las llamas rodearon el recipiente. Esto, sumado a los movimientos de Antonio con un paño para arriba y para abajo, ya resultaba de lo más teatral, pero de pronto se apagó el fuego y puso en la boca de la jarra la tela muy bien plegada y apretada, para poderla agarrar sin quemarse. Estábamos expectantes y Ángela empezó a grabar con su cámara para no perder detalle.
          —Antonio, vas a ser el más famoso de internet. ¡Lleva cuidado, que te quemas! —gritó una vecina de mesa.
          —¡¿Qué se va a quemar?! Pues no lo habrá hecho veces —le replicó el marido.
          Entonces Antonio cogió la jarra por la parte del paño, la levantó boca abajo sobre la palma de su mano, y con la otra esgrimió una especie de estoque con el que empezó a darle golpecitos hacia la mitad, donde se podía apreciar una hendidura en el barro. Primero con suavidad, hasta que con un golpe certero partió la vasija por la mitad, quedando la comida en la parte que él tenía sobre su mano; rápidamente la vertió en una fuente, ante el “¡OHHHHHHH!” general de los que allí nos encontrábamos.
          —Es carne con verduras, algo parecido a un estofado —Antonio asentía y miraba sonriente a Ángela, sabedor de la sorpresa y el espectáculo que nos había ofrecido―. Vamos a probarlo.
          Estaba exquisito y supimos por qué era el plato estrella de los restaurantes de Estambul. De postre tomamos unos crêpes de plátano que nos aconsejaron y un bizcocho con helado. Tanto el sabor como la presentación, fueron espectaculares.
          —¿Té? Invita la casa.
          —Por supuesto. Para mí, de manzana —Ángela se había abonado a ellos desde que tomamos el primero en Pierre Loti.
          —Para mí, de menta.
          Disfrutamos lentamente de nuestra bebida, mientras Antonio nos aconsejaba algunos sitios imprescindibles en nuestra visita, pero que dado el poco tiempo del que disponíamos, nos iban a ser materialmente imposibles de ver. Nos despedimos de forma muy amigable por el trato y la calidad de la comida que nos ofrecieron y, de nuevo, nos dispusimos a sumergirnos en las entrañas de una ciudad desconocida e imprevisible.