26 de enero de 2015

El legado de Shenay (Cap. V)








Capítulo V 

Nuevos placeres

 

A las cinco de la mañana nos despertó el canto del muecín llamando a la oración.
—¿Estás dormido?  Es sobrecogedor escuchar esta voz en medio del silencio. Me pone los pelos de punta.
—Pues creo que cuando hay varias mezquitas cercanas, se contestan con los cantos unos a otros y es alucinante. Habrá que experimentarlo. De todas formas, si te asusta abrázame muy, pero que muy fuerte, que soy un quitamiedos genial.
—¡Anda ya! ¡Vamos a seguir durmiendo que es muy temprano!
—Sí, tienes que descansar porque dentro de unas horas te daré una sorpresa.
—¡Malo! Ahora ya no voy a poder seguir durmiendo. ¿De qué se trata?
—A ver, ¿qué parte no has entendido? Es una sor-pre-sa.

Seguimos en la cama, aunque de vez en cuando la oía suspirar; entonces decidió, que si ella no podía dormir, yo tampoco iba a hacerlo. Se puso a horcajadas sobre mí y comenzó a masajear mi pecho. Después me acarició el pelo, besó mis ojos y jugueteó con mis labios. Permanecí aparentemente impasible, hasta que ella empezó a quitarse el pijama; entonces ya no pude resistirme.
—¡Ven aquí! Tú lo has querido.
Entre risas y caricias nos volvimos a enredar… El timbre del despertador nos sorprendió relajados sobre una cama alborotada.
—No tengo ganas de levantarme. Todavía me falta un rato por dormir —lo decía mientras volvía a acurrucarse bajo las sábanas.
—Pues eso, señorita provocadora, lo podías haber pensado antes. Ahora tenemos que vestirnos y bajar a desayunar.
Se puso un pantalón vaquero y un blusón, sobre el que lucía de forma espléndida el colgante que le había regalado.
—¿Te gusta, cariño? Es muy original y me encanta.
—Prefiero no pensar en lo que diría mi madre si te viera con él.
—No tiene por qué enterarse. Hay que decirle que sigue en la caja a buen recaudo.
Yo también estaba de acuerdo con ella, y sin más, bajamos a desayunar al buffet del hotel.
La comida que había preparada era quizás demasiado fuerte para un desayuno, al menos para nosotros, así que optamos por tomar un café con leche, bollos, zumo, pan y mermelada. A las nueve estábamos ya en la calle y, al igual que ayer, tomamos el Tünel hasta Kabatas. Aquí está el puerto donde atracan barcos grandes como los cruceros, y había uno perteneciente a una naviera española.
—El año que viene podríamos pasar nuestras vacaciones  en un barco de estos. ¿Qué te parece?
—Pues no estaría nada mal. Todavía recuerdo cuando mi padre nos regaló un viaje por el Mediterráneo. ¿Te haces una idea? Todos los Hidalgo juntos durante una semana.
—Tendrías que contenerte para no arrojar por la borda a tu cuñado.
—No me tires de la lengua que prefiero ser discreta. Bueno, ¿a dónde vamos esta mañana?
—Déjate llevar.
Sin más, nos montamos en el tranvía hasta Eminönü. Pasamos a la parte de los muelles, dejamos atrás la estación de autobuses, y por una callecita estrecha bajamos hasta el mar, donde había una caseta que parecía algo así como la ventanilla donde se vendían billetes. Saqué dos fichas y esperamos el ferry que nos llevaría a recorrer el Cuerno de Oro; una vez que el barco atracó subimos a bordo y, tras un corto tiempo de espera, zarpamos. Estaba intrigada.
—¿La sorpresa es este paseo?
—Bueno, en parte sí.
Poco a poco íbamos remontando la ría, atracando en zigzag en los pequeños puertos de las diferentes orillas, permitiéndonos contemplar la ciudad desde otra perspectiva. La parte vieja la teníamos a la izquierda y la nueva a la derecha. Pasamos bajo los puentes de Atatürk, el viejo de Gálata y el del Cuerno de Oro. Cuando dejamos atrás Sütlüce le dije a Ángela que se fuera preparando para bajar. Entonces se levantó de su asiento y me dedicó esa mirada asesina que tan bien yo conocía.
—¡No puede ser! ¡¡¡¡¡Eyüp!!!!!!
—Sí, es Eyüp, pero nuestra presencia aquí no tiene nada que ver con la moneda que llevas al cuello. Vamos a otro sitio, pero para llegar hasta allí es necesario que atravesemos las calles de este barrio.
Bajó del barco a regañadientes y me siguió sin ganas, aunque lo interesante del sitio fue ganando terreno a la fobia que en principio tenía. Era viernes y mucha gente se agolpaba ante la mezquita esperando entrar, para rezar en la tumba del portaestandarte de Mahoma. Decenas de palomas andando y volando esperaban su ración de comida, que los visitantes compraban en los puestos ambulantes. Rápidamente fijamos nuestra atención en los niños que, vestidos como príncipes, acudían con sus familiares a este lugar para celebrar su circuncisión, a pesar de que actualmente los circuncidan nada más nacer, pero se conserva la tradición de vestirlos así y festejar ese día con sus familiares. Quiso fotografiar a alguno de ellos, sin embargo, los padres lo impidieron. En general, nuestras cámaras no eran bienvenidas en este barrio. La plaza, con su fuente central, servía de reposo a los que entraban y salían de la mezquita, la cual rodeamos por su parte derecha, viendo el antiguo cementerio protegido por una reja, muy deteriorado. Me di cuenta de que estaba recorriendo el lugar que a mi padre tanto le había fascinado. 


—¿Se puede saber a dónde vamos?  —Ángela se estaba impacientando.
—Claro. Un poco más adelante se encuentra el teleférico y vamos a subir en él.
Aquí ya empezó a animarse. Yo no habría descubierto nunca este lugar, de no haber sido por la recomendación de Diana.
—¡Subamos!
Nos elevábamos por encima de la ciudad, que aparecía bajo nuestros pies, hermosa y envuelta en un halo de misterio. La poca calima que había se iba disipando, dando lugar a un cielo espléndido. Entonces salimos a un mirador en lo alto del Cuerno de Oro, desde el que se veía el nuevo cementerio abarrotado de tulipanes amarillos, y nos sentamos a disfrutar del paisaje en unos bancos que simulaban libros abiertos. Seguimos luego a pie hasta un café y, en una mesita junto a la barandilla, contemplamos toda la belleza europea de la ciudad de Estambul. La vista era increíble y desde arriba se podían distinguir los puentes y el curso del agua hasta desembocar en el Mar de Mármara. Se veía con nitidez Santa Sofía, la Mezquita Azul, la Nueva, la de Solimán y hasta la torre de Topkapi.
A Ángela le empezó a cambiar la cara. Estábamos en el inconfundible café con manteles de cuadros rojos en las mesas, bajo la sombra de los árboles, disfrutando de una panorámica única en el mundo.
—¿Cómo te has enterado de dónde estaba este lugar? ¡Es fantástico!
—Cuando mi secretaria supo que íbamos a viajar a Estambul, me recomendó que viniéramos a contemplar desde aquí la ciudad, y no exageró un ápice la belleza del sitio: el Café Pierre Loti.
—Nunca oí hablar de él.
—Es el seudónimo de un escritor francés llamado Julien Viaud, que fue enviado aquí como instructor de la marina turca, y quedó tan fascinado que decidió quedarse para siempre. Era el lugar donde se inspiraba, y en esa casa de madera que hay detrás de nosotros, se guardan libros y objetos personales suyos. ¿Quieres un té?
—¡Claro que quiero un té! ¡Camarero!
El muchacho se acercó a atendernos y de pronto se quedó petrificado mirando el pecho de Ángela.
—¿Le sucede algo? Tráiganos dos tés de manzana, por favor.
—Claro, claro… Enseguida se los sirvo.
Llevó en la bandeja los tés y de nuevo su mirada se dirigió al colgante. Empecé a estar molesto; pese a que no quería darle mayor importancia, de pronto me vinieron a la cabeza las recomendaciones de mi madre.  Me negaba a estropear la mañana tan bonita que estábamos viviendo, así que procuré no asociar una cosa a la otra. Tras hacer montones de fotos y tomarnos el té, pedimos la cuenta; ya no vino el mismo camarero a atendernos. Pagamos y decidimos marcharnos, pero esta vez bajamos  a pie dando un paseo por el camino del cementerio nuevo, donde cientos de tumbas no imprimían un aspecto tétrico al sitio; era un gran jardín en el que las lápidas ocupaban  la ladera de la colina, cubriéndola de miles de tulipanes.
Una vez dejamos atrás el cementerio, llegamos donde anteriormente habíamos cogido el teleférico. Pasamos de nuevo por la calle que nos llevó hasta allí desde el ferry, y aprovechando la cercanía de la mezquita decidimos entrar a verla. Atravesando un arco, llegamos al patio donde había un quiosco en el que se vendían objetos de culto; en el centro una gran fuente servía para las abluciones, además de las piletas que estaban junto a los muros. La gente que encontrábamos llevaba en la cara escrito el fervor con que acudían a este lugar. Impresionaba ver a todas las mujeres cubiertas con velos, a parejas de novios que iban a rezar y a los hombres con gesto serio entrando para orar. En el patio, sobre unas plataformas, había unos enormes plataneros, y alguien nos dijo que aquí tenían lugar las investiduras de los sultanes otomanos; frente a ellos estaba la tumba del portaestandarte de Mahoma, a rebosar de personas que habían llegado hasta allí para venerarlo. Una reja separaba a la multitud, de la sala donde reposan los restos de Eyüp, y dos mujeres vestidas de novia repartían azucarillos a la gente. Este Estambul no tenía nada que ver con el que habíamos visto ayer.
Esperamos a que terminara la hora de la oración para ver la mezquita por dentro, comprobando que efectivamente es un lugar sagrado para los musulmanes, y me emocioné al pensar en mi padre.
—Tomás, es casi la hora de comer. Nos hemos entretenido demasiado tiempo en Pierre Loti.
—Me siento tan a gusto que no tengo ganas de bajar todavía. Podíamos buscar por aquí un sitio donde tomar algo.
Allí mismo en la plaza nos sentamos en una terraza, donde degustamos un plato de cordero espectacular. Nos pusieron un pan parecido a una torta muy grande y de postre tomamos el famoso arroz con leche, que no nos gustó mucho. No pudimos tomar alcohol; el camarero nos explicó que no se servía a menos de cien metros de una mezquita.
Después del obligado café turco, sacamos de nuevo el plano para organizarnos la tarde.
—Podemos bajar hasta la zona amurallada para entrar luego en San Salvador de Chora. ¿Te apetece la idea? —esta iglesia era una de las que nos habían aconsejado no perdernos.
—Claro, pero hemos de darnos prisa porque cierran muy temprano.
Era preciso tomar un taxi que nos llevara hasta allí. En la carretera paramos uno, negociando con el taxista, que al final se comprometió a cobrarnos quince liras turcas. Arrancó como un camello al galope por el desierto; cada vez que nos cruzábamos con otros coches pensábamos que ahí se acabaría la carrera porque era imposible no chocar. ¡Pero no chocaba! Aquello era como una montaña rusa y además, el taxista volvía la cabeza riéndose. ¡Por favor, mire hacia delante! Con el corazón en un puño por los sustos cruzamos la muralla, y por fin, cerca de una de las puertas se hallaba la iglesia bizantina de San Salvador de Chora. Frenó, le pagamos y lo despedimos con gran descanso.
—Chora es una iglesia relativamente pequeña, convertida ahora en museo. Aquí se encuentra el mejor ejemplo de arte bizantino. Sus mosaicos con pasajes de la Biblia y los frescos de sus techos y paredes son los mejores conservados del mundo. Cuando Estambul fue tomada por los turcos, la iglesia fue transformada en mezquita, pero como en los templos musulmanes no puede haber representaciones humanas, lo taparon todo con yeso. Puede que sea esa razón por la que se hayan conservado tan bien.
—Vaya, vaya,  qué enterado estás. ¡Eso no vale! ¡Lo estás leyendo!
—Pues claro que lo estoy leyendo. ¿Acaso crees que me ha dado tiempo a informarme de todos los sitios que íbamos a ver en este viaje? Para eso están los folletos, para explicarnos a los indocumentados como yo, las cosas que no sabemos sobre los lugares que visitamos.
—Me estoy agobiando con tanta gente. Y ahora entra un grupo.
Poco a poco nos vimos envueltos por una masa de turistas que nos arrastraba hacia la parte central de la iglesia. Solo podíamos ver el techo. Era imposible apreciar los mosaicos de las paredes debido al gentío.
Salimos de allí y nos quedamos dando una vuelta por esa zona, que nos resultó un tanto extraña: casas viejas, gente muy humilde, calles sucias, ropa tendida en las fachadas de las casas… Nos pareció que era un barrio de inmigrantes. De pronto Ángela dio un respingo.
—¡Es el camarero!
—¿Dónde? No lo veo.
—Era él. Estoy segura… Y al darse cuenta de que lo he reconocido se ha ido corriendo por ese callejón.
—Ángela, no te estarás obsesionando. Los turcos tienen unos rasgos muy parecidos.
—Es posible. Pero he creído reconocer al camarero que se quedó mirando mi colgante en Pierre Loti. No sé… Ya no estoy segura de nada…
―Cariño, creo que lo mejor será que salgamos de aquí y bajemos paseando por la avenida grande. Esta zona me resulta incómoda.
No había pasado nada y nadie nos había molestado; solo nos sentíamos observados, pero decidimos continuar caminando por otro sitio. Empezamos a bajar por Fevzy Pasa y aquí se le olvidaron a Ángela las preocupaciones, sorprendida por el espectáculo que suponía la gran cantidad de tiendas con vestidos de novia, que se exhibían en los escaparates de esta calle.
—¡No me lo puedo creer! ¡Cientos de trajes de novia de todos los colores!
Así era. Se vendían por todas partes estos vestidos, muy alejados del estereotipo que los españoles nos hemos formado de este atuendo de ceremonia. Los había para todos los gustos. No me puedo imaginar a una novia de verde, ni con florones enormes, como si fuera una maceta. Nos resultó… digamos, pintoresco.
—Ángela, ¿vamos a Sultanahmet?
—Eh… no. Ahora la sorpresa te la voy a dar yo.
—¿A dónde quieres que vayamos?
—Sigamos por esta misma calle.
Pasamos por delante de la Mezquita de Fatih y del Acueducto de Valens. Un poco más adelante la Mezquita de Sehzade o de los Príncipes, y enseguida torcimos hacia la izquierda camino de la Suleymaniye.
—Prepárate para recibir nuevas sensaciones. Nos vamos a un hamman.
—¿Pero qué dices? Sabes que estas cosas no me gustan.
—¿Lo has probado?
—¿Y tú?
—No, no lo he probado, pero sé que venir a Estambul y no entrar en un hamman es un desperdicio de placeres, y  yo no quiero perderme ni uno solo, sobre todo si puedo compartirlo contigo.
—No podremos compartir nada, ya que las mujeres y los hombres están en salas separadas. ¿No lo sabías? Siento chafarte la sorpresa.
—Cariño, te prometo que en este no voy a dejar que nos separen. Aquí podemos estar juntos hombres y mujeres. Entremos.
Ángela había reservado por internet la visita a este hamman. Al entrar pagamos en la recepción, y vimos detrás unas cajas fuertes donde dejamos los bolsos, las pocas joyas que llevábamos  y las cámaras. La llave tenía una gomita que nos aconsejaron ponerla en nuestra muñeca hasta el final. Dejamos las pertenencias en un pequeño cuarto y nos vestimos con una tela de cuadros que nos dieron llamada pesternal, y unas zapatillas; a ella le dieron un bikini dos tallas más grandes, pero hice como si no me hubiera dado cuenta. Nos preguntaron si queríamos algún jabón especial, y pasamos ya a la primera sala donde había una piedra de mármol grande en el centro; alrededor de la pared se podían ver una especie de nichos con una pileta, dos taburetes y dos recipientes de plástico. Supuse que los taburetes serían uno para Ángela y otro para mí. Nos tumbamos en la piedra y empezamos a sudar. De vez en cuando íbamos a la pileta a refrescarnos. Luego pasamos a la sauna, ducha fría, otra vez sauna… Sudar, doy fe de que sudamos muchísimo.
—¿Si te digo que no las tengo todas conmigo, no me tacharás de miedoso? Es que no sé lo que me van a hacer. Espero que la masajista sea guapa al menos.
—Creo que aquí son unos bombonazos. De momento disfruta de la sauna y relájate.
Tras media hora, en que ya no sabíamos qué postura adoptar, aparecieron los masajistas.
—¿Dónde están las chicas? ¡Solo veo hombres! Y además, tienen cara de torturar a los clientes.
Ni en mis peores sueños habría imaginado que alguien, con unos bigotazos enormes y cuadrado como un armario, me diera un masaje.
—Disfruta, cariño.
Y diciendo eso, uno de ellos la condujo a una de las salas pequeñas, y el otro hizo lo mismo conmigo. Nos tendieron boca abajo y con un guante empezaron a hacernos un masaje exfoliante, echándonos de vez en cuando agua fría por encima. La mirada del hombre no me daba en absoluto confianza; se diría que disfrutaba cuando me quejaba de la dureza con la que me trataba. ¿Y eso? ¿Qué eran esas tiras negras esparcidas por alrededor? El masajista debía estar acostumbrado a verlas, ya que sonrió y me dijo que era normal entre los extranjeros, tener tantas células muertas en la piel. Me hubiera gustado llevármelas de recuerdo, pero me dio corte pedírselas.  A más de un limpio se las habría mostrado en Madrid.
Después nos llevaron a otra sala y sobre una cama de mármol empezaron a echarnos jabón. ¡Qué bien! No se nos veía la piel con tanta espuma; a mí me enjabonaron hasta la cabeza… con qué suavidad actuaban ahora. Agua por aquí, agua por allá y listo. Me sentía como un bebé y se me hizo corta esta fase.
—¿Desea el señor un masaje turco? —viniendo la pregunta del armario que tenía al lado, preferí  no probarlo porque lo mismo me dejaba en carne viva.
Nos pasaron a otra sala donde dejamos la ropa mojada y nos cubrieron con toallas turcas. Allí nos relajamos tanto, que no nos habría importado quedarnos un poco más. Después nos sirvieron un té y nos perfumaron. ¡Una maravilla! Por último fuimos hasta los tocadores donde pudimos terminar de arreglarnos. Ya en el vestuario…
—Bueno, señor precavido, ¿qué te ha parecido la experiencia?
—He echado de menos que me pusieran talco en el culete, pero por lo demás todo perfecto.
—De verdad, que no puedo con tus cosas.
—¿Y si esta noche probamos el masaje con jabón? En vez de las telas de cuadros nos ponemos las colchas de la cama, que tampoco tienen desperdicio.
—Eres incorregible. Anda, vistámonos que hay que aprovechar el tiempo, aunque a ti eso no te importe.
—Vale, y vamos a comprar un jabón que haga mucha espuma. Ya te veo…
—Tomás, baja del cielo y pisa el suelo, que todavía nos falta mucho hasta que volvamos al hotel.
Cuando salimos aprovechamos para ver por fuera la Mezquita de Solimán, Suleymaniye en turco, que estaba al lado de los baños. Nos pareció grandiosa, pero por la hora ya no pudimos acceder al interior.
Tan relajados estábamos que nos vimos incapaces de seguir andando; acordamos tomar otro taxi que nos condujera hasta nuestro hotel para cambiarnos y salir a cenar. Como Ángela estaba ilusionada con ir a ver la danza del vientre, reservamos por teléfono una  mesa para esta noche, en una sala de fiestas que hay algo más arriba de Taksim.
Pedimos la llave en la recepción, pero la persona encargada no fue capaz de encontrarla. Se armó un gran barullo entre el personal del hotel, mas todo fue inútil. La llave no estaba en su sitio. Una chica, muy atribulada, confesó que se la había entregado a una mujer que la pidió, creyendo que era el cliente de esa habitación. No sabía cómo disculparse.
Exigimos que alguien nos acompañara con una llave maestra para saber si esa persona seguía allí, y sobre todo para alejar nuestros temores, ya que podría tratarse de un error sin más. Subimos con el jefe de personal, que tras tocar con los nudillos y no contestar nadie a su llamada, nos abrió la puerta. La habitación estaba en orden; aparentemente no faltaba nada. Respiramos tranquilos y pensamos que efectivamente debió tratarse de una confusión. Por fin nos quedamos solos.
—¡Uf! ¡Vaya susto que he llevado! Tomás, ¿crees que estamos seguros?
—¡Claro que sí! Ya ves que solo ha sido una confusión.
—Sí, pero la llave de nuestra habitación no sabemos dónde está. Me estoy empezando a mosquear.
Yo también estaba preocupado pero no quería contagiar mi inquietud a Ángela. Empezaba a pensar si habríamos hecho bien desoyendo los consejos de mi madre. ¿Pero qué estoy diciendo? ¿No habíamos quedado en que todo ese rollo de libros y de claves sería seguramente una treta de mi padre, para ocultarle a mamá los verdaderos motivos de su viaje a Estambul? No iba a permitir que unos temores infundados, estropearan los momentos tan maravillosos que estábamos viviendo.
Nos duchamos, y vestidos convenientemente salimos a cenar hacia Istiklal. Tenía razón Martina: tanto esta calle como las adyacentes estaban llenas de turistas y turcos buscando diversión; vendedores ambulantes y músicos pululaban por las terrazas y restaurantes, mientras un tranvía antiguo de color rojo se mezclaba con los transeúntes. Nuestra primera intención fue ir al Pasaje de las Flores a tomar pescado, pero después de estar allí, preferimos meternos en el laberinto de calles cercanas, esperando encontrar algo más típico de comidas en esa zona. Nos aconsejaron la calle Nevizade y hacia allí nos dirigimos. No cabía un alfiler y tuvimos que esperar a que hubiera alguna mesa libre donde poder tomar algo. Los camareros llevaban en sus bandejas multitud de tapas, de las que no conocíamos ninguna, y vasos con un licor transparente.
—Señores, cuando deseen pueden pasar. La tercera mesa está libre.
—¡Por fin! Ya me estaba cansando de estar de pie con estos zapatos —suspiró aliviada.
—Nunca entenderé a las mujeres. Si vais más cómodas sin tacones, ¿por qué os subís a esos púlpitos? Es una forma de pasarlo mal sin necesidad.
—Pues según los manuales de erotismo, el tacón de aguja es algo que atrae de manera irresistible a los hombres, pero se ve que no pidieron tu opinión. Estos son cómodos, aunque me duelen los pies después del día que llevamos.
—Ángela, ¿dónde has dejado el colgante?
—No te preocupes que está bien guardado.
Nos sentamos, y pedimos sin mucho convencimiento un plato de mezzes que el camarero nos recomendó, unos mejillones fritos con arroz que se le antojaron a Ángela, y de beber decidimos tomar raki, la bebida transparente que veíamos en las bandejas. El ambiente que aquí se disfrutaba no tenía nada que ver con el que habíamos visto por la mañana en Eyüp o Chora. Nos encontrábamos en una zona turística como la de cualquier ciudad europea, que acogía a gran cantidad de personas dispuestas a gozar de la noche.
—Señores…
—Gracias. Tiene todo una pinta estupenda —el camarero puso en la mesa una gran fuente con mezzes variadas y la bebida. Eran las famosas tapas turcas.
—Mira, eso parece berenjena rellena —dije sin mucho conocimiento del tema―, y aquí están los mejillones que has pedido.
De pronto Ángela se puso roja.
—¡Ay, cómo pica esta empanadilla!
—Exagerada; a ver… no es para tanto. Prueba los dolmas que están riquísimos, al menos el que yo me he comido.
Y así fuimos degustándolas todas. Estaban buenas, pero algunas de ellas no sabíamos lo que eran ni lo que llevaban dentro, aunque lo que ya tuvimos claro es que en la comida turca pica casi todo, y que comen muchas berenjenas. Echamos en los vasos donde nos habían traído la bebida un poco de agua y el color se volvió blanco opaco. Sabía a anís y estaba muy fuerte; menos mal que alguien nos advirtió que teníamos que echarle más agua. No estaba mal, pero nos pareció excesivamente dulce para acompañar alimentos salados. A mí me recordaba lo que se toma en los chiringuitos de la playa: la paloma de toda la vida o también el pastís francés; de cualquier forma, muy empalagoso para acompañar platos salados.
Entre bromas, sorpresas de sabores y meteduras de pata, terminamos de cenar.
—Me apetece probar las delicias turcas —no pude contener una risa irónica―. ¡Tomás, que estoy hablando en serio!
—Es que yo quiero ser tu delicia turca —le susurré al oído.
—Ya te vale. Allí hay una pastelería; por favor, deja de hacer el tonto.
—Soy un incomprendido.
Entramos y aquello era el paraíso para los golosos como nosotros. Aparte de las delicias turcas, o lokum como ponía en el cartel, en los expositores había baklava, sütlaç, mermelada de rosas… Un goce para la vista y el paladar. Compramos los famosos cubos dulces y nos los fuimos comiendo calle arriba hasta llegar a Taksim.
—Prueba esta de pistacho. Está tan deliciosa como tú.
—Cuando no me pueda meter los vaqueros, ya sé a quién tengo que culpar.
—Pues me llamas, que soy experto en subirles los vaqueros a las señoras gordas. ¿No lo sabías?
—Lo único que sé es que no tienes remedio. ¿Nos queda muy lejos la sala de fiestas?